Aquí está la transcripción literal del inicio del librito de Fatalidad que comenté en la anterior entrada. Aviso que el estilo es altamente machista, pero describe de una manera muy hiperbólica y acertada a esa femme fatale que tanto nos gusta.
¡Alma de mujer! ¿Quién puede entrar en los abismos insondables de su misterio? ¿Quién puede saber el dolor, la dicha, la fidelidad, o la traición que encierra? En cada uno de sus recónditos pliegues oculta un sentimiento distinto. Lo mismo es propicia al odio que al amor, a la aventura que al temor... Lo único innegable en ellas es que a todos sus sentimientos predomina el amor. Por él la mujer más pervertida puede llegar a la sublimidad, lo mismo que la más buena puede llegar a lo más bajo y rastrero. El amor es un sentimiento en ella, tan innato como su propia existencia, y vive en su alma mientras ella vive. Lo difícil es saberlo descubrir, saber hacerlo brotar y una vez conseguido, esa misma mujer, sea quien sea, sea cualquiera la clase social que ocupe y la vida que lleve, llegará a ser lo que quiera el que supo despertar en su ser el amor.
Recorred los tugurios más infectos, los barrios más bajos, los lupanares más pervertidos y siempre hallaréis en todos ellos a mujeres prontas a sacrificar su vida por el amor que el hombre hizo nacer en ellas. Adentrar en sus vidas, investigar su historia y no dejaréis de hallar en cada una el motivo o la causa que las llevó a aquella depravación y que siempre es el mismo; el amor.
Y estas pobres mujeres, que como despojos de la sociedad, se amontonan en esos lugares, que se apartan del resto de los humanos, como contagiadas por una enfermedad fatídica, suelen ser heroínas de los más sublimes hechos. Nada tiene que perder, porque ya lo perdieron todo y para regenerar sus vidas, para ahogar en un grito de deber la voz de sus conciencias están siempre dispuestas a darlo todo, hasta su misma vida si es necesario.
Paso a paso, sangrando sus pies por los rastrojos de la vida, van subiendo su calvario interminable de dolor y de injurias, hasta llegar a la cima, donde en vez de la cruz redentora de sus pecados, encuentran la muerte desesperada, sin que una mano amiga cierre amorosamente sus ojos, abandonadas de todos y despreciadas por todos, hasta por los mismos que la ayudaron a subir el primer escalón de aquella cuesta, tan fácil al principio y tan cruel después.
La insensibilidad humana halla en ellas solamente motivo de mofa y de injuria, de desprecio o de lujuria, sin que nunca se detenga a pensar que también son seres humanos, que sienten y padecen con la misma intensidad que los otros, o más aún, porque ellas son madres del dolor y lo amamantan continuamente con lágrimas de sangre.
Y en uno de esos barrios, uno de los más bajos de la ciudad de Viena, en el año 1914 aglomerábase ante la puerta de una casa, una multitud que curioseaba afanosa, por saber quien era la mujer de aquel día.
Llovía a torrentes en aquella hora de la noche y las pobres mensajeras del amor, con el cuerpo entumecido por el frío y el agua, con sus pies encharcados en los baches de las aceras, seguían esperando, con resignación heroica, al comprador hambriento que quisiese comprar la carne de su cuerpo.
Seguía el público arremolinado en la puerta de la casa, mientras que paseaba tranquilamente, cerca de ella, una de esas pobres vendedoras. Se advertía en sus modales y en su actitud que había pertenecido a otra categoría social. Sus ojos miraban de cuando en cuando hacia el sitio en que el público se hallaba, y en su boca, divinamente trazada, se marcaba una sonrisa enigmática, que no podía decirse si era de piedad o de indiferencia. Cimbreábase su cuerpo ondulante, mecido por una brisa, mientras que su mirada posaba misteriosamente en los transeúntes que acertaban a pasar por su lado.
Anduvo unos pasos más, acercándose a la casa, pero se paró inmediatamente al advertir que se le escurría una media. Sin preocuparse del número de curiosos, levantó su falda y colocó la media en su sitio, con una parsimonia tal como si estuviera en su alcoba.
Nadie se fijó en la blancura nacarada de su piel, que dejó al descubierto, ni nadie se fijó tampoco en sus formas armoniosas, que precisaban el torneado simétrico de su pantorrilla, tan descuidadamente dejada al descubierto.
Cuando terminó la operación se acercó a la puerta, en el mismo momento que sacaban en una camilla a una pobre mujer, compañera de oficio, a quien la desesperación y el dolor habían llevado al suicidio. Uno de los reunidos allí murmuró:
-Este es el fin de todas. Debieran tenerle miedo a esta vida.
Otro de los que habían llegado últimamente se acercó a la que tan tranquilamente se había subido la media y le dijo:
-Ha elegido usted una vida muy peligrosa, jovencita.
La aludida sonrió tristemente y encogiéndose de hombros, como a quien nada le importa en la vida, le respondió:
-No se preocupe por mí. No le temo a la vida... ¡Ni a la muerte!
[...]
-¿Y por qué sigue usted en esta vida?
Y sentada en los brazos de un sillón, dejando al descubierto el nacimiento del muslo, replicó ella:
-Me da lo mismo ésta que otra.
(Narración literaria de Manuel Nieto Galán. 1931 aprox.)