Hoy voy a transcribir literalmente dos fragmentos de texto que se refieren a la relación de Dietrich con otra de mis estrellas favoritas de todos los tiempos: Mae West.
Pero antes de nada, lo siento, tengo que hablar de ella. ¡No puedo evitarlo!
Considero a Mae West como una gran pionera del mundo del espectáculo. Una de esas estrellas que ni son las mejores cantantes, ni las mejores actrices, ni las más guapas, pero aún así son únicas en su especie. Una show-woman como la copa de un pino que desafió y luchó contra el puritanismo católico-americano, que escribía sus propios shows, que fue arrestada en los años 20 por representar en Broadway un espectáculo llamado "Sex" que ella misma produjo. Cuando llegó a Hollywood tenía tantas tablas que tuvo la osadía de declarar "No soy una chica de pueblo que llega a la ciudad. Soy una chica de ciudad que llega a un pueblo".
Desde su primera película -con escenas desternillantes- escribía ella misma sus guiones, y se negó a vender su alma a Hollywood cuando la censura quiso manejarla a su antojo. Fiel a sus principios, prefirió dejar de hacer cine y volver al lugar que la vio crecer; el escenario. Allí siguió montando sus propios shows durante décadas. Por desgracia no podemos disfrutar de ellos a día de hoy porque no quedaron inmortalizados en vídeo, pero sí que nos quedan fotos y algunos vídeos, que aunque no conserven el sonido, o se conserven en mal estado, se puede adivinar un espectáculo impecable, brillante y digno de inventar una máquina del tiempo para poder presenciarlo. Se mantuvo fresca, espléndida y brillante hasta su vejez y mantuvo buen humor y picardía, genio y figura hasta la sepultura.
Tengo que agradecer a Mae West las carcajadas y sonrisas que me ha arrancado tantas veces, el buen humor, buen rollo y la vitalidad que me ha transmitido siempre.
Y sin más preámbulos, aquí dejo un fragmento de la autobiografía de Marlene, donde habla de Mae. Y tras este, un extracto de la biografía escrita por María Riva;
Entre el plató y mi camerino se encontraba también el de Mae West. ¡Qué gran dama! Conmigo se mostraba muy amable y me prodigaba consejos. Ella fue la que me inspiró la energía que a mí me faltaba de tal manera que me dejaba estupefacta.
Pero yo no era la única; los jefes de la Paramount también estaban sojuzgados por Mae West. Nunca fue para mí una madre, porque no era del tipo maternal en absoluto. Fue una profesora, una roca a la que me acercaba, un espíritu brillante que me comprendía y adivinaba mis problemas. Creo que entonces no se dio cuenta de la importancia que su influencia ejerció sobre mí. ¡Yo expresaba tan mal mis sentimientos!
Cuando leí el guión de Deseo (Desire, 1936) escrito por Ernst Lubitsch, quedé horrorizada: la película comenzaba con un primer plano de mis piernas. ¡Mis piernas, siempre mis piernas! Para mí sólo tenían una función utilitaria: la de permitirme caminar.
No admitía que se especulara tanto acerca de mis piernas. Pero Mae West me aconsejó que abandonase tal actitud y dejase a los productores hacer lo que creyeran oportuno. Siempre tenía un millón de buenas razones en que basar sus opiniones, y yo la escuchaba. Así, Deseo empieza con un primer plano de mis piernas. Es una excelente película que muy bien hubiera podido pasar por alto un comienzo así.
Mae West era formidable, inteligente, maliciosa, y conocía su oficio. Nunca iba a las fiestas de Hollywood. Las starletts debían ir, imagino. Pero nosotras, nunca. Ya teníamos bastante con proteger nuestra intimidad, ocuparnos de nuestras labores cotidianas y pasar los momentos de expansión con nuestros amigos.
Con esta imagen podemos imaginar lo que habría dado de sí una comedia con ellas dos juntas. Finales de los años 30. |
Y cuenta la hija de Dietrich:
Era tan insólito que mi madre sintiera por alguien un aprecio verdadero sin apasionados arrebatos románticos, que yo no he podido olvidar a ninguna de las personas que se lo inspiraron. Una de ellas fue Mae West, su vecina de camerino, a la que se consentía su desparpajo y su llaneza americana sin que nunca recibiera la mirada glacial de la Dietrich. Ella abría la puerta mosquitera del camerino de mi madre golpeando el marco de madera con los nudillos al tiempo que entraba. ¡Era la única persona a la que se toleraba esto!
-¡Hola, guapa!
Se echó hacia atrás, con las manos en aquellas famosas caderas, poniendo los ojos en blanco, en espléndida imitación de sí misma, al ver el atrevido vestido de mi madre para las escenas de vudú. Mae silbó por lo bajo con admiración.
-No está mal, nena. No está nada mal.
-¡Fíjate, Mae, otra vez las piernas! Siempre lo mismo; quieren piernas.
-¡Sí! ¡Tú, la parte de abajo y yo, la de arriba! -Oprimió con sus manos pequeñas su busto generoso, haciéndolo sobresalir todavía más del ceñido corsé que llevaba siempre, incluso debajo de la bata. Mi madre se hechó a reir. Mae West siempre le hacía reir-. Chica, también tenemos que pensar en las mujeres, no sólo en los hombres. No lo olvides. Si fueran sólo los hombres lo único que tendría que hacer es enseñarlas.
Y con estas palabras se sacó un pecho del corsé.
¡Era fabuloso! Se necesitaba muy poco para escandalizar a mi madre. Mae West lo sabía y se complacía en pincharle.
Ahora, con su famosa sonrisa de picardía, recogió su tesoro de alabastro, lo colocó cuidadosamente en su jaula de ballenas, dio una palmada en el interior del muslo desnudo de la Dietrich e hizo mutis contoneándose. Mi madre echó atrás la cabeza y soltó la carcajada. Siempre supo apreciar una buena interpretación. Yo no acabé de entender la escena, pero se me quedó grabada por lo mucho que se divirtieron las dos juntas.
Muchas veces me pregunté por qué no cultivaron su amistad fuera de los estudios Paramount. Tenían mucho en común, por lo menos, profesionalmente. Su capacidad para reirse de sí mismas, la costumbre de pensar en su imagen cinematográfica en tercera persona, su instinto para saber lo que en ellas podía y lo que no podía resultar y su asombroso don para ser aceptadas por igual por hombres y mujeres. Pero Mae West nunca vino a nuestra casa, ni se hizo para ella una cena especial. Sus camerinos contiguos eran el único marco para la amistad entre aquellas dos mujeres de fama mundial que interpretaban con tanta maestría el papel de mujer fatal. Me hubiera gustado verlas juntas en una película. Qué divertido habría sido, o quizá no; tal vez se hubieran anulado entre sí.
Mi madre escribió a mi padre: